SI PRIVAMOS A UN NIÑO DEL AMOR, ÉSTE NO PODRÁ CONVERTIRSE EN UN JOVEN O ADULTO EQUILIBRADO Y FELIZ

SI PRIVAMOS A UN NIÑO DEL AMOR, ÉSTE NO PODRÁ CONVERTIRSE EN UN JOVEN O ADULTO EQUILIBRADO Y FELIZ

Para aquellos que todavía no comprenden por qué han venido a este mundo, la vida puede parecerles extraña y desconcertante. Muy pocos conocen el hecho de que este mundo es una escuela, y que deberán continuar encarnando en la Tierra hasta haber aprendido perfectamente las lecciones que ésta ofrece. El fin principal de nuestra inteligencia humana no es aprender un oficio, una profesión o una ciencia, sino lograr la comunión divina: encontrar a Dios.

Además, hay algo que muy pocos saben y es lo siguiente: en el período que transcurre entre cada una de sus encarnaciones en esta tierra, a la cual viene con el propósito de aprender, el alma después de la muerte se retira al mundo astral, para disfrutar de «vacaciones» y descansar así de las duras lecciones de las experiencias terrenales. Los planos superiores de aquel mundo son mucho más hermosos y perfectos que los del nuestro.

Después de haber vivido en esta tierra, el mundo astral tiene una atracción especial, pues no se necesita allí de esfuerzo físico alguno para modificar el aspecto personal o el ambiente: ello se consigue, simplemente, por medio de la voluntad. Desprovisto de limitaciones fisiológicas, el plano astral ofrece una excelente oportunidad a quienes desean realizar un esfuerzo espiritual. Sin embargo, al alcanzar aquellas regiones celestiales, la mayoría sólo piensa: «¡Éste es el fin mismo! ¡Se acabó todo trabajo…, aquí hay sólo diversión!».

El hecho de que la vida en este mundo nos ofrezca ciertas lecciones y labores arduas, mientras que el otro plano nos brinda libertad y regocijo, explica un gran número de cosas. Cuando el alma regresa de aquellas perfectas y tranquilas regiones, le es muy difícil adaptarse una vez más a la vida en este burdo mundo físico. Aunque los nueve meses que el alma pasa en la matriz de la madre tienden a borrar sus recuerdos del mundo astral, estos recuerdos raramente desaparecen del todo. Por esta razón, durante sus primeros años en esta tierra, los niños viven la mayor parte del tiempo en el mundo astral, mediante su subconsciente. Con frecuencia vemos indicaciones de ello, como por ejemplo, cuando un niño afronta un riesgo físico sin temor alguno de lastimarse, lo cual es natural, pues en el plano astral no existen los «accidentes» ni las heridas. Sabemos también que los niños viven la mayor parte del tiempo en el mundo de la fantasía. Esto se debe a que el plano astral es, ciertamente, un reino de «cuentos de hadas». Y cuando los niños se imaginan cosas o relatan hechos irreales, es muy posible que, interiormente, estén aún bajo la intensa influencia de sus experiencias astrales.

Así pues, en esta tierra, los niños viven de un modo bastante diferente al de los adultos. Una de las diferencias más notorias es que los niños viven en el presente; ésta es una costumbre que han traído consigo desde el mundo astral, en donde el factor tiempo tiene muy poca importancia. La mayoría de los adultos carece de la intensa disciplina y atención necesarias para vivir en el presente. Por el contrario, el adulto se deja absorber por el pasado o el futuro, olvidándose así de la esencia misma de su vida, la cual yace en el presente. Puesto que los adultos en su mayoría no comprenden que los niños viven en el presente, cometen grandes errores en su educación. Por ejemplo, si un niño hace preguntas o expresa ciertas necesidades, sus preguntas son vitales ahora; sus necesidades requieren de satisfacción ahora. No obstante, nos decimos: «Bueno, se lo explicaré mañana; o más adelante, cuando tenga tiempo». He aquí el error. Recuerdo el caso de un muchacho que fue condenado a prisión. El juez le increpó con las siguientes palabras: «¡Deberías avergonzarte! Tu padre es un famoso abogado, y tú, ¡mira a lo que has llegado!». El muchacho replicó: «Sí, lo sé, pero cuando era niño -a través de todos esos años- cada vez que iba a verle y le hacía una pregunta, mi padre siempre me contestaba: «Ahora no, niño. No tengo tiempo: quizás mañana. Vete»».

[…] La disciplina debe necesariamente acompañarse del amor, es decir, debemos velar por el bienestar del niño con un interés sincero y libre de egoísmo. La naturaleza de Dios y de su manifestación, el alma, es el amor. Si privamos a un niño del amor, éste no podrá convertirse en un joven o adulto equilibrado y feliz.

Hermano Anandamoy. Libro de bolsillo “Cómo superar la incomunicación entre las generaciones”. Pág 8.

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